Persépolis es una película de animación basada en la novela gráfica homónima de Marjane Satrapi dirigida por Vincent Paronnaud y producida por Xavier Rigault y Marc-Antoine Robert. La película, con música de Olivier Bernet, obtuvo una candidatura a la Palma de Oro y consiguió el Premio del jurado en el Festival de Cannes 2007. También consiguió el Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine Cinemanila. Fue seleccionada para ser la película inaugural del festival de cine de Valladolid (España).
SINOPSIS
Marjane es una niña que vive en el Irán de los años 1970, en una familia occidentalizada. Durante esta época temprana el régimen del sah y los abusos de poder del mismo dan para que Marjane tenga contacto con ideas políticas de izquierda. Posteriormente en la caída del Sah, llega la revolución que hace que aparezca otra historia y otro cambio en la vida de Marjane y en general de todo Irán. Esta historia comienza cuando los fundamentalistas toman el poder de manera autoritaria y surge la llamada Revolución Islámica, obligando a las mujeres a llevar velo y encarcelando a miles de personas, mientras tanto Marjane teniendo conciencia sobre el mundo occidental (llámese el punk, Michael Jackson, etc.) pero aún sufriendo el terror de la persecución en su país. Cuando alcanza la adolescencia, es enviada a un liceo francés, y se convierte en testigo de los avatares históricos del país en esos años; mientras, aumenta el fundamentalismo en su país, devastado por la guerra entre Iraq e Irán.
Explica en los comentarios la diferencia que ves en el tratamiento de las dos sociedades que aparecen en la película.
martes, 26 de enero de 2010
lunes, 25 de enero de 2010
Truman Capote
Colgad la información que hayáis buscado sobre la película Truman Capote y sobre la polémica ética que suscitó su obra A sangre fría.
La estéril de Emilia Pardo Bazán
LA ESTÉRIL
Aunque las tupidas cortinas, como centinelas vigilantes, cerraban el paso al frío; aunque las lámparas ardían claras y apacibles, derramando bienestar, y la leña de la chimenea, al consumirse, difundía por el aposento acariciadores efluvios cálidos; aunque en la cocina se disponía una exquisita cena, llamada a unir los primores serios de la moderna gastronomía con las risueñas e ingenuas golosinas tradicionales, como la sopa de almendra y la compota; aunque esperaba a su marido para saborearlas en paz y en gracia de Dios, con la sensación adormecida de una tibia felicidad añeja, de una serie de Navidades todas parecidísimas, la marquesa iba advirtiendo predisposición a entristecerse; casi, casi a llorar. ¡Como que ya tenía un velo cristalino ante los ojos!
Era la espina, la antigua espina de la juventud, que volvía a hincarse, aguda y recia, en la carne viva del corazón; era la necesidad, mejor dicho, el hambre de amor, de ternura, de delirio, de abnegación absoluta, de sufrimiento, reapareciendo una vez más para envenenar las últimas horas de la existencia, como había envenenado las primeras.
Para los que no ven sino por fuera y no penetran en las almas, la marquesa era lo que se llama una mujer venturosa. Su marido la quería con cariño sereno y perseverante, y había sido, al par que inteligente administrador de la hacienda común, afectuoso cumplidor de los más pequeños gustos y deseos de su esposa...
Sin embargo, sentíase defraudada la marquesa, sin que pudiera quejarse del fraude en voz alta. ¡Cuántas veces, desvelada en el lecho conyugal, había prorrumpido en sollozos, que despertaban al esposo dormido y le dictaban la pregunta de todos los ciegos morales!: «Hija..., pero ¿qué tienes? ¿Te duele algo? ¿Estás enferma?¿Quieres el agua de azahar?» para obtener la respuesta infalible: «No tengo nada... los nervios, hijo... Sí, tomaré unas gotitas.»
¿Cómo decírselo?¿Cómo se formula lo que apenas a nosotros mismos nos confesamos? La marquesa sentía la falta de algo que gastase y absorbiese por completo su devoradora afectividad. Cuando veía a sus amigas pálidas, desmejoradas, arrastrando el peso del embarazo o bregando con la lactancia, un rayo de envidioso dolor la consumía. Y -¡cosa más indecible y más secreta aún!- cuando oía referir la triste historia de alguna mujer vendida, engañada por un hombre y que, a pesar de todo, le adoraba y se pegaba a él como la hiedra al tronco..., el mismo sentimiento amargo oscurecía su espíritu. Porque la marquesa quería amar, y se moría de plétora amorosa, de la estancación del amor en los centros desde donde debe irradiar, penetrando y vivificando todo el organismo...
Escondiendo su noble enfermedad, como si fuese lepra; alta e inmaculada la frente; valeroso y resuelto el ánimo, la marquesa pasó de la edad en que se espera a la edad en que se recuerda, y ya en sus sienes el nimbo de plata de la vejez parecía promesa de calma y reposo... Mas no era así. Al venir el invierno y reconcentrarse el calor al corazón, crecían la angustia y el malestar de la enferma; sus angustias morales se complicaban con el tedio de la vejez solitaria y glacial; y a las diez de la noche del día 24 de diciembre, arrimada a la chimenea, sin que ninguna pena positiva la apremiase, rodeada de lujo, de seguridad y de dignidad, la marquesa dio suelta al llanto, y lloró gimiendo, mordiendo el pañuelo de encaje, ensopándolo en esas lágrimas calientes y vivas, muy salitrosas, lágrimas de pasión, que surcan de fuego las mejillas.
Ni siquiera advirtió que pasaba tiempo: una hora, más de una hora, y que no venía el marqués, ni rodaba ningún coche por la solitaria calle. Sólo cayó en la cuenta de la extraordinaria tardanza de su marido cuando éste se presentó, restregando las manos yertas, secas, finas y largas y, tendiendo las palmas a la llama de la leña, mientras decía con deferente tono:
-Hija, no extrañes... Creí que no iba a venir hasta la una... Me cogió el Señor en la misma esquina y tuve que ir y subir a un quinto piso... Y todo para encontrar a una mujer que ya parecía difunta, y que se murió, efectivamente, a los cinco minutos... ¡Brr! Con este frío, no hay guantes que...
-Y si se murió la que iban a viaticar -preguntó la marquesa, por decir algo-, ¿cómo es que tardaste?
-Verás... Te lo contaré; lo más sencillo... Aquello es un cuchitril imposible, y bulle allí una lechigada de chicos, que se quedan sin padre ni madre... Yo, por suerte, llevaba un par de billetes en la cartera... De haber subido, parecía natural..., ¿no crees tú?
Y el marqués miró a su mujer como buscando excusas al rasgo de beneficencia, deseoso de que su generosidad resultase correcta y fría, perdiendo todo colorido filantrópico. Pero la mirada del esposo, que la marquesa no esperaba, sorprendió a ésta con los ojos llenos de agua y el rostro inmutado; y el movimiento brusco que hizo para ocultar su turbación fue más delator aún que la turbación misma. El repitió la eterna insulsez:
-¿Qué tienes? ¿Te pasa algo?
Levantóse la marquesa. Su dolor era tan agudo, que se le escapaba a borbotones de los labios. Echóse al cuello de su esposo y, como el prisionero que se queja a una pared, le gimió al oído:
-¡Gonzalo, yo no callo más! Se acabó... Yo he sido muy desgraciada... Y tú también... ¡Esta casa sin un niño, sin un pequeñito que cuidar! ¡Tan solos, mirándonos a las caras en este silencio, en este fastidio! Gonzalo, esta noche daría yo por un niño sangre de mis venas... ¿Qué hicimos para que Dios nos castigue? ¡He llorado más!... Soy infeliz; lo fui siempre... Aunque la gente piense otra cosa, muy infeliz, ¡muchísimo! Debí morirme a los veinte años.
El marqués frunció el ceño. La queja de su esposa le hería en lo más íntimo, humillándole en su doble orgullo de hombre y de último representante de una ilustre estirpe; pero sobre todo le desorientaba, pareciéndole cosa inconveniente y chocante, incompatible con el buen tono, el gusto y la delicadeza.
-¡Hija... lo que es para chicos, ahora ya... me parece que te acuerdas un poco tarde!... Si de mi voluntad hubiese dependido...
Y como la señora siguiese llorando inconsolable, añadió, no sin asomos de impaciencia:
-Mira, Elena, si te encuentras muy sola y necesitas jugar a los muñecos, te traes a casa uno de los chiquitines de Rafaela... Son una monería, tan listos, tan lindos. ¡Rafaela se dará por bien servida!...
-¿De tu cuñada? ¿De una mujer que vive, que tiene derecho sobre sus hijos, que me disputaría a cada hora la criatura? No, gracias... ¡Que se los guarde, y buena pro le hagan! -respondió con despecho, la señora.
-Pues entonces...
La mujer estéril calló, pero su mirada ansiosa seguía fija en el marido. De pronto, cogiéndole febrilmente de la manga, preguntó anhelosa:
-¿Y esos? ¿Cómo eran?
-¿Cuáles? -balbució el marqués.
-Los..., los de la pobre...
-¿De la que murió? ¡Elena del alma! ¡Cómo han de ser! Parecen gusanos... Horribles, sucios... ¡Hay uno raquítico, que asusta de puro feo!
La marquesa calló, suspiró, secó los ojos y, echando por ellos chispas de codicia, murmuró en voz ardiente y baja:
-Gonzalo, Gonzalo, ¡por Dios!... No me digas que no... Anda, y tráeme de seguida a ese chiquillo raquítico... Yo le sanaré. Yo haré de él un hombre fuerte, robusto... Anda... Te lo pido por la noche en que estamos... ¡Ve a buscar al pobre nene!
El marqués movió la cabeza, como diciendo en sus adentros: «Se acabó; a mi mujer se le ha vuelto el juicio.»
-Pero hija, ¡qué capricho!... ¡Un fenómeno así!... ¿Es para enseñarlo en las ferias? Yo no te traigo pelele semejante. Duerme, hija, que mañana ya te ríes tú del antojito.
La marquesa tomó de la mano a su marido y le llevó a la alcoba, que iluminaba una lamparilla, y señalando al Cristo de marfil, que habría los brazos dominando el copete de la espléndida cama barroca, exclamó, con indescriptible acento de protesta y algo del humorismo de la mujer segura de su victoria:
-¿Te parece a ti, señor don Gonzalo, que ése que nace ahora mismo, nace solo para los guapos y los derechos?
El criado, entre tanto, buscaba a los señores en el gabinete, para anunciar que la cena estaba servida; y el marqués, apoyándose como en chanza en el brazo de su mujer, decía, cortésmente, mientras se dirigían al comedor:
-Ahora, con este frío, supongo que no querrás que salga en busca del monigote. Las pulmonías acechan en la puerta. Mañana a primera hora te lo traigo, y tú ofreces diez duros de propina a quien te lo quite de delante. ¿Y sabes, Leni, que desde que tenemos sucesión has vuelto a tus mejores tiempos? Tienes una cara y un color... Mira, procura que no se enteren por ahí de lo del niño feo, porque nos van a poner en solfa... ¡Hijos a nuestros años... y de esa estampa!
Aunque las tupidas cortinas, como centinelas vigilantes, cerraban el paso al frío; aunque las lámparas ardían claras y apacibles, derramando bienestar, y la leña de la chimenea, al consumirse, difundía por el aposento acariciadores efluvios cálidos; aunque en la cocina se disponía una exquisita cena, llamada a unir los primores serios de la moderna gastronomía con las risueñas e ingenuas golosinas tradicionales, como la sopa de almendra y la compota; aunque esperaba a su marido para saborearlas en paz y en gracia de Dios, con la sensación adormecida de una tibia felicidad añeja, de una serie de Navidades todas parecidísimas, la marquesa iba advirtiendo predisposición a entristecerse; casi, casi a llorar. ¡Como que ya tenía un velo cristalino ante los ojos!
Era la espina, la antigua espina de la juventud, que volvía a hincarse, aguda y recia, en la carne viva del corazón; era la necesidad, mejor dicho, el hambre de amor, de ternura, de delirio, de abnegación absoluta, de sufrimiento, reapareciendo una vez más para envenenar las últimas horas de la existencia, como había envenenado las primeras.
Para los que no ven sino por fuera y no penetran en las almas, la marquesa era lo que se llama una mujer venturosa. Su marido la quería con cariño sereno y perseverante, y había sido, al par que inteligente administrador de la hacienda común, afectuoso cumplidor de los más pequeños gustos y deseos de su esposa...
Sin embargo, sentíase defraudada la marquesa, sin que pudiera quejarse del fraude en voz alta. ¡Cuántas veces, desvelada en el lecho conyugal, había prorrumpido en sollozos, que despertaban al esposo dormido y le dictaban la pregunta de todos los ciegos morales!: «Hija..., pero ¿qué tienes? ¿Te duele algo? ¿Estás enferma?¿Quieres el agua de azahar?» para obtener la respuesta infalible: «No tengo nada... los nervios, hijo... Sí, tomaré unas gotitas.»
¿Cómo decírselo?¿Cómo se formula lo que apenas a nosotros mismos nos confesamos? La marquesa sentía la falta de algo que gastase y absorbiese por completo su devoradora afectividad. Cuando veía a sus amigas pálidas, desmejoradas, arrastrando el peso del embarazo o bregando con la lactancia, un rayo de envidioso dolor la consumía. Y -¡cosa más indecible y más secreta aún!- cuando oía referir la triste historia de alguna mujer vendida, engañada por un hombre y que, a pesar de todo, le adoraba y se pegaba a él como la hiedra al tronco..., el mismo sentimiento amargo oscurecía su espíritu. Porque la marquesa quería amar, y se moría de plétora amorosa, de la estancación del amor en los centros desde donde debe irradiar, penetrando y vivificando todo el organismo...
Escondiendo su noble enfermedad, como si fuese lepra; alta e inmaculada la frente; valeroso y resuelto el ánimo, la marquesa pasó de la edad en que se espera a la edad en que se recuerda, y ya en sus sienes el nimbo de plata de la vejez parecía promesa de calma y reposo... Mas no era así. Al venir el invierno y reconcentrarse el calor al corazón, crecían la angustia y el malestar de la enferma; sus angustias morales se complicaban con el tedio de la vejez solitaria y glacial; y a las diez de la noche del día 24 de diciembre, arrimada a la chimenea, sin que ninguna pena positiva la apremiase, rodeada de lujo, de seguridad y de dignidad, la marquesa dio suelta al llanto, y lloró gimiendo, mordiendo el pañuelo de encaje, ensopándolo en esas lágrimas calientes y vivas, muy salitrosas, lágrimas de pasión, que surcan de fuego las mejillas.
Ni siquiera advirtió que pasaba tiempo: una hora, más de una hora, y que no venía el marqués, ni rodaba ningún coche por la solitaria calle. Sólo cayó en la cuenta de la extraordinaria tardanza de su marido cuando éste se presentó, restregando las manos yertas, secas, finas y largas y, tendiendo las palmas a la llama de la leña, mientras decía con deferente tono:
-Hija, no extrañes... Creí que no iba a venir hasta la una... Me cogió el Señor en la misma esquina y tuve que ir y subir a un quinto piso... Y todo para encontrar a una mujer que ya parecía difunta, y que se murió, efectivamente, a los cinco minutos... ¡Brr! Con este frío, no hay guantes que...
-Y si se murió la que iban a viaticar -preguntó la marquesa, por decir algo-, ¿cómo es que tardaste?
-Verás... Te lo contaré; lo más sencillo... Aquello es un cuchitril imposible, y bulle allí una lechigada de chicos, que se quedan sin padre ni madre... Yo, por suerte, llevaba un par de billetes en la cartera... De haber subido, parecía natural..., ¿no crees tú?
Y el marqués miró a su mujer como buscando excusas al rasgo de beneficencia, deseoso de que su generosidad resultase correcta y fría, perdiendo todo colorido filantrópico. Pero la mirada del esposo, que la marquesa no esperaba, sorprendió a ésta con los ojos llenos de agua y el rostro inmutado; y el movimiento brusco que hizo para ocultar su turbación fue más delator aún que la turbación misma. El repitió la eterna insulsez:
-¿Qué tienes? ¿Te pasa algo?
Levantóse la marquesa. Su dolor era tan agudo, que se le escapaba a borbotones de los labios. Echóse al cuello de su esposo y, como el prisionero que se queja a una pared, le gimió al oído:
-¡Gonzalo, yo no callo más! Se acabó... Yo he sido muy desgraciada... Y tú también... ¡Esta casa sin un niño, sin un pequeñito que cuidar! ¡Tan solos, mirándonos a las caras en este silencio, en este fastidio! Gonzalo, esta noche daría yo por un niño sangre de mis venas... ¿Qué hicimos para que Dios nos castigue? ¡He llorado más!... Soy infeliz; lo fui siempre... Aunque la gente piense otra cosa, muy infeliz, ¡muchísimo! Debí morirme a los veinte años.
El marqués frunció el ceño. La queja de su esposa le hería en lo más íntimo, humillándole en su doble orgullo de hombre y de último representante de una ilustre estirpe; pero sobre todo le desorientaba, pareciéndole cosa inconveniente y chocante, incompatible con el buen tono, el gusto y la delicadeza.
-¡Hija... lo que es para chicos, ahora ya... me parece que te acuerdas un poco tarde!... Si de mi voluntad hubiese dependido...
Y como la señora siguiese llorando inconsolable, añadió, no sin asomos de impaciencia:
-Mira, Elena, si te encuentras muy sola y necesitas jugar a los muñecos, te traes a casa uno de los chiquitines de Rafaela... Son una monería, tan listos, tan lindos. ¡Rafaela se dará por bien servida!...
-¿De tu cuñada? ¿De una mujer que vive, que tiene derecho sobre sus hijos, que me disputaría a cada hora la criatura? No, gracias... ¡Que se los guarde, y buena pro le hagan! -respondió con despecho, la señora.
-Pues entonces...
La mujer estéril calló, pero su mirada ansiosa seguía fija en el marido. De pronto, cogiéndole febrilmente de la manga, preguntó anhelosa:
-¿Y esos? ¿Cómo eran?
-¿Cuáles? -balbució el marqués.
-Los..., los de la pobre...
-¿De la que murió? ¡Elena del alma! ¡Cómo han de ser! Parecen gusanos... Horribles, sucios... ¡Hay uno raquítico, que asusta de puro feo!
La marquesa calló, suspiró, secó los ojos y, echando por ellos chispas de codicia, murmuró en voz ardiente y baja:
-Gonzalo, Gonzalo, ¡por Dios!... No me digas que no... Anda, y tráeme de seguida a ese chiquillo raquítico... Yo le sanaré. Yo haré de él un hombre fuerte, robusto... Anda... Te lo pido por la noche en que estamos... ¡Ve a buscar al pobre nene!
El marqués movió la cabeza, como diciendo en sus adentros: «Se acabó; a mi mujer se le ha vuelto el juicio.»
-Pero hija, ¡qué capricho!... ¡Un fenómeno así!... ¿Es para enseñarlo en las ferias? Yo no te traigo pelele semejante. Duerme, hija, que mañana ya te ríes tú del antojito.
La marquesa tomó de la mano a su marido y le llevó a la alcoba, que iluminaba una lamparilla, y señalando al Cristo de marfil, que habría los brazos dominando el copete de la espléndida cama barroca, exclamó, con indescriptible acento de protesta y algo del humorismo de la mujer segura de su victoria:
-¿Te parece a ti, señor don Gonzalo, que ése que nace ahora mismo, nace solo para los guapos y los derechos?
El criado, entre tanto, buscaba a los señores en el gabinete, para anunciar que la cena estaba servida; y el marqués, apoyándose como en chanza en el brazo de su mujer, decía, cortésmente, mientras se dirigían al comedor:
-Ahora, con este frío, supongo que no querrás que salga en busca del monigote. Las pulmonías acechan en la puerta. Mañana a primera hora te lo traigo, y tú ofreces diez duros de propina a quien te lo quite de delante. ¿Y sabes, Leni, que desde que tenemos sucesión has vuelto a tus mejores tiempos? Tienes una cara y un color... Mira, procura que no se enteren por ahí de lo del niño feo, porque nos van a poner en solfa... ¡Hijos a nuestros años... y de esa estampa!
miércoles, 20 de enero de 2010
HAMLET: Educación Ético-Cívica
Escrita y estrenada en torno a 1600-1601, esta tragedia en cinco actos en verso y en prosa de William Shakespeare ha llegado a nosotros en varias redacciones: el "en cuarto" de 1603, o primer "en cuarto"; el "en cuarto" de 1604, o segundo "en cuarto"; el "infolio" de 1623. El segundo "en cuarto" representaría el texto original del drama, del cual derivarían los otros textos en mayor o menor medida.
En la tragedia de Shakespeare, el rey de Dinamarca ha sido asesinado por su hermano Claudio, que ha usurpado el trono y se ha casado, sin respetar las costumbres, con la viuda del muerto, Gertrudis. El espectro del padre aparece a Hamlet en la muralla del castillo de Elsinore, refiere las circunstancias del delito y pide venganza. Hamlet promete obedecer, pero su naturaleza melancólica le hace irresoluto y le obliga a diferir la acción; mientras tanto se finge loco para evitar la sospecha de que amenace la vida del rey. Se cree que ha turbado su mente el amor de Ofelia, hija del chambelán Polonio, a la que, habiéndola cortejado anteriormente, trata ahora con crueldad.
Hamlet comprueba el relato del espectro, haciendo representar ante el rey un drama (el asesinato de Gonzago), que reproduce las circunstancias del delito, y el rey no sabe dominar su agitación. En una escena en que clama contra su madre, Hamlet supone que el rey está escuchando detrás de una cortina y saca la espada, pero mata en cambio a Polonio. El rey, decidido a hacer desaparecer a Hamlet, le envía a Inglaterra con Rosencrantz y Guildenstern, pero los piratas capturan a Hamlet y lo devuelven a Dinamarca.
A su llegada encuentra que Ofelia, loca de dolor, se ha ahogado. El hermano de la muchacha, Laertes, ha vuelto para vengar la muerte de su padre Polonio. El rey, aparentemente, quiere apaciguarlos e induce a Hamlet y a Laertes a rivalizar, no en un duelo, sino en una partida de armas que selle el perdón; pero a Laertes le dan una espada con punta y envenenada. Hamlet es traspasado, pero antes de morir hiere mortalmente a Laertes y mata al rey, mientras Gertrudis bebe la copa envenenada destinada al hijo. El drama concluye con la llegada del puro Fortimbrás, príncipe de Noruega, que se convierte en soberano del reino.
Entre las escenas famosas, figuran la del monólogo de Hamlet (acto III, esc. 1) que empieza con el célebre verso "Ser o no ser, he aquí el problema" ("To be or not to be: that is the question"), o la del cementerio, donde Hamlet hace consideraciones sobre la cabeza de Yorick, bufón del rey. El juicio sobre Hamlet, en la mayoría de los críticos, se reduce a un juicio sobre el carácter del protagonista, expresamente concebido como viviendo una vida suya y externa al drama. En dicho punto de vista han sido seguidos los críticos por los autores que sacrifican al personaje de Hamlet todo el conjunto del drama, cortando sin preocupación, al representarlo, escenas consideradas desde dicho punto de vista como secundarias.
Pero el juicio sobre Hamlet es extraordinariamente complicado debido a una serie de problemas que no son divagaciones ociosas:
-¿por qué, por ejemplo, Claudio no interrumpe el drama de Gonzago que reproduce las circunstancias de su delito, a la sola vista de la pantomima que precede a la declamación de los actores?
-¿Por qué Hamlet emplea persistentemente con Ofelia un lenguaje obsceno e insultante?
Los críticos más cercanos a lo psicológico explican la actitud de Hamlet hacia Ofelia como el resultado de la náusea sexual provocada en el príncipe por la conducta materna, los críticos históricos la relacionan con la intervención de Ofelia en el drama original, donde, como en el relato de Belleforest, no sería más que un instrumento del tío de Hamlet para seducir al príncipe. Y el lenguaje que Hamlet emplea con ella es precisamente el que adoptaría hacia dicho instrumento, aunque Ofelia no sea tal cosa en el drama de Shakespeare. Hamlet podía imaginar que lo fuese de haber oído las palabras de Polonio al rey en la segunda escena del segundo acto, verso 162 y sig.: "At such a time I'll loose my daughter to him" ("En ese momento le soltaré a mi hija"); donde "loose" no sólo implica que Polonio, que hasta entonces ha prohibido a Ofelia que se comunique con Hamlet, la dejará en libertad, sino que contiene una alusión al ayuntamiento de caballos y reses (para lo cual los isabelinos empleaban dicho verbo).
La actualidad que tiene hoy en día la tragedia se debe, entre otras cosas, a que vivimos en un periodo de transición que agudiza el antagonismo entre el individuo y la sociedad. Así pues, contestad en vuestros comentarios a las siguientes preguntas:
-¿Cómo se expresa en la película que hemos visto la ambigüedad del personaje?
-¿Cómo se manifiesta su duda?
-Dice Nietzsche que el hombre dionisíaco se emparenta con Hamlet porque los dos han visto el fondo esencial de las cosas y tienen rechazo para todo tipo de acción. Esta náusea que produce el malestar por quien nada puede hacer para cambiar la esencia inmutable de las cosas, encuentra envilecedor y ridículo que se reordene un mundo salido de quicio (out of joint). Conocer las cosas, haber mirado el fondo del volcán, desarma. La acción exige el velo de la ilusión. Ésta es la lección de Hamlet, dice Nietzsche, y no la sabiduría barata del sobreinformado que de tanto meditar las posibilidades que se presentan no puede decidirse por ninguna. No es la saturación reflexiva sino el conocimiento de lo verdadero, la mirada hacia el horror de la verdad lo que en Hamlet y en el hombre dionisíaco dominan la voluntad de actuar. Comenta esta idea utilizando el Tema 4 del libro de texto, sobre todo en la página 63.
En la tragedia de Shakespeare, el rey de Dinamarca ha sido asesinado por su hermano Claudio, que ha usurpado el trono y se ha casado, sin respetar las costumbres, con la viuda del muerto, Gertrudis. El espectro del padre aparece a Hamlet en la muralla del castillo de Elsinore, refiere las circunstancias del delito y pide venganza. Hamlet promete obedecer, pero su naturaleza melancólica le hace irresoluto y le obliga a diferir la acción; mientras tanto se finge loco para evitar la sospecha de que amenace la vida del rey. Se cree que ha turbado su mente el amor de Ofelia, hija del chambelán Polonio, a la que, habiéndola cortejado anteriormente, trata ahora con crueldad.
Hamlet comprueba el relato del espectro, haciendo representar ante el rey un drama (el asesinato de Gonzago), que reproduce las circunstancias del delito, y el rey no sabe dominar su agitación. En una escena en que clama contra su madre, Hamlet supone que el rey está escuchando detrás de una cortina y saca la espada, pero mata en cambio a Polonio. El rey, decidido a hacer desaparecer a Hamlet, le envía a Inglaterra con Rosencrantz y Guildenstern, pero los piratas capturan a Hamlet y lo devuelven a Dinamarca.
A su llegada encuentra que Ofelia, loca de dolor, se ha ahogado. El hermano de la muchacha, Laertes, ha vuelto para vengar la muerte de su padre Polonio. El rey, aparentemente, quiere apaciguarlos e induce a Hamlet y a Laertes a rivalizar, no en un duelo, sino en una partida de armas que selle el perdón; pero a Laertes le dan una espada con punta y envenenada. Hamlet es traspasado, pero antes de morir hiere mortalmente a Laertes y mata al rey, mientras Gertrudis bebe la copa envenenada destinada al hijo. El drama concluye con la llegada del puro Fortimbrás, príncipe de Noruega, que se convierte en soberano del reino.
Entre las escenas famosas, figuran la del monólogo de Hamlet (acto III, esc. 1) que empieza con el célebre verso "Ser o no ser, he aquí el problema" ("To be or not to be: that is the question"), o la del cementerio, donde Hamlet hace consideraciones sobre la cabeza de Yorick, bufón del rey. El juicio sobre Hamlet, en la mayoría de los críticos, se reduce a un juicio sobre el carácter del protagonista, expresamente concebido como viviendo una vida suya y externa al drama. En dicho punto de vista han sido seguidos los críticos por los autores que sacrifican al personaje de Hamlet todo el conjunto del drama, cortando sin preocupación, al representarlo, escenas consideradas desde dicho punto de vista como secundarias.
Pero el juicio sobre Hamlet es extraordinariamente complicado debido a una serie de problemas que no son divagaciones ociosas:
-¿por qué, por ejemplo, Claudio no interrumpe el drama de Gonzago que reproduce las circunstancias de su delito, a la sola vista de la pantomima que precede a la declamación de los actores?
-¿Por qué Hamlet emplea persistentemente con Ofelia un lenguaje obsceno e insultante?
Los críticos más cercanos a lo psicológico explican la actitud de Hamlet hacia Ofelia como el resultado de la náusea sexual provocada en el príncipe por la conducta materna, los críticos históricos la relacionan con la intervención de Ofelia en el drama original, donde, como en el relato de Belleforest, no sería más que un instrumento del tío de Hamlet para seducir al príncipe. Y el lenguaje que Hamlet emplea con ella es precisamente el que adoptaría hacia dicho instrumento, aunque Ofelia no sea tal cosa en el drama de Shakespeare. Hamlet podía imaginar que lo fuese de haber oído las palabras de Polonio al rey en la segunda escena del segundo acto, verso 162 y sig.: "At such a time I'll loose my daughter to him" ("En ese momento le soltaré a mi hija"); donde "loose" no sólo implica que Polonio, que hasta entonces ha prohibido a Ofelia que se comunique con Hamlet, la dejará en libertad, sino que contiene una alusión al ayuntamiento de caballos y reses (para lo cual los isabelinos empleaban dicho verbo).
La actualidad que tiene hoy en día la tragedia se debe, entre otras cosas, a que vivimos en un periodo de transición que agudiza el antagonismo entre el individuo y la sociedad. Así pues, contestad en vuestros comentarios a las siguientes preguntas:
-¿Cómo se expresa en la película que hemos visto la ambigüedad del personaje?
-¿Cómo se manifiesta su duda?
-Dice Nietzsche que el hombre dionisíaco se emparenta con Hamlet porque los dos han visto el fondo esencial de las cosas y tienen rechazo para todo tipo de acción. Esta náusea que produce el malestar por quien nada puede hacer para cambiar la esencia inmutable de las cosas, encuentra envilecedor y ridículo que se reordene un mundo salido de quicio (out of joint). Conocer las cosas, haber mirado el fondo del volcán, desarma. La acción exige el velo de la ilusión. Ésta es la lección de Hamlet, dice Nietzsche, y no la sabiduría barata del sobreinformado que de tanto meditar las posibilidades que se presentan no puede decidirse por ninguna. No es la saturación reflexiva sino el conocimiento de lo verdadero, la mirada hacia el horror de la verdad lo que en Hamlet y en el hombre dionisíaco dominan la voluntad de actuar. Comenta esta idea utilizando el Tema 4 del libro de texto, sobre todo en la página 63.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)