domingo, 28 de noviembre de 2010

San Manuel Bueno, mártir



Temática y argumento.

Un cura, una muchacha y un hombre. Un lago, una montaña, la nieve y un pueblo. La fe y la razón. La vida y la muerte. Estos son los elementos y los protagonistas, los pilares sobre los que Miguel de Unamuno edifica una novela que es mucho más de lo que puede parecer a primera vista. Tras cada personaje se esconde una parte del propio escritor y cada uno de ellos es también buena muestra de un sector de la sociedad en la que vivió Unamuno, heredera de un siglo, el XIX, agonizante y perdido irremisiblemente en el huracán de los nuevos tiempos.

San Manuel Bueno, mártir es una historia, pero también es una confesión por escrito, el testimonio de que el hombre no puede por sí mismo responder a todas las preguntas que su inteligencia le plantea. De las preguntas surgen las dudas; de las dudas, la búsqueda; de la búsqueda infructuosa, la desazón; y de la desazón, la agonía. Miguel de Unamuno escribió esta obra en 1930, seis años antes de morir, de ahí que sea considerada como su testamento espiritual, además de una de sus obras maestras. Está inspirada en una leyenda, la del pueblo de Valverde de la Lucerna que se halla sumergido en el fondo del lago de Sanabria, en la provincia de Zamora y analiza la historia de un sacerdote que se replantea su fe.
El conflicto es éste: un hombre santo, a los ojos del pueblo católico de una pequeña ciudad española, aunque un hombre ateo, a los ojos de su propia conciencia.
Don Manuel esconde su falta de fe, y lo hace en nombre de su amor a aquellas personas que creen en él y que creen en Dios, en la Virgen María etc. No quiere envolver en su angustia a personas sencillas cuyo sentido en la vida consiste en esperar la recompensa del Cielo. Unamuno construyó un personaje que miente o engaña a los otros por considerar un deber de conciencia mantenerlos fieles a la Iglesia, a sus devociones, a su esperanza en la vida eterna. Don Manuel acredita que el pueblo precisa del fervor
religioso para vencer el tedio de la vida.
Estamos ante un caso límite: un sacerdote ateo extremamente preocupado en seguir bajo cualquier riesgo los preceptos de la fe que no posee. Aquí reside el origen de su “martirio”. Su sufrimiento meritorio no es el fruto de una fidelidad coherente al contenido dogmático de la Iglesia que representa.
La conciencia de don Manuel vive en constante conflicto. Por eso evita la soledad, por eso está siempre ayudando a los demás. Huye de la vida contemplativa para no tener que contemplar su falta de fe y no sentir la tentación del suicidio.
La única persona con quien se relaciona es Lázaro, hermano de Ángela, que acude a la misa de don Manuel. Es a Lázaro a quien el santo hombre confiesa el secreto mortificante: “Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerlos felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir”.
La santidad de don Manuel es una santidad invertida. Su martirio "autoredentor" está en ocultar a los demás la verdad escandalosa de que es un sacerdote sin fe. No miente para el pueblo. Revelar esa verdad, ser auténtico ante todos, conduciría, tal vez, al desahogo psicológico. Con todo, sería traer las expectativas santas de un pueblo sincero y sencillo.
En el final de su relato, Ángela manifiesta una posición dubitativa. Por un lado, cree que don Manuel y Lázaro tenían acreditado su incredulidad, siguiendo designios de un Dios tal vez más “unamunista” del que sería aceptable. Por otro lado, ella misma parece entrar en una crisis de fe, que se confunde con una crisis de la percepción, pues preguntarse si “esto ha pasado tal y como lo cuento” es más una duda gnoseológica general sobre lo que es real o imaginario de lo que propiamente una duda religiosa.

Estructura

Unamuno no dividió su novela en capítulos, sino en veinticinco fragmentos que algunos críticos denominan secuencias. Los veinticuatro primeros constituyen el relato de Ángela, y el último es una especie de epílogo del autor.
El autor utiliza en su relato un procedimiento narrativo relativamente frecuente: nos dice que la obra editada es, en realidad, un manuscrito que apareció entre los papeles del protagonista de la novela. Maestro en esta técnica fue Miguel de Cervantes en el Quijote. La narradora sigue otros procedimientos ya empleados por la literatura clásica: Ángela Carballino escribe porque el obispo le "ha pedido con insistencia toda clase de noticias" sobre Don Manuel y ella le ha proporcionado "toda clase de datos", pero se ha callado siempre "el secreto trágico. Se trata, pues, de la estructura de un libro de memorias que arranca con un "ahora y termina de forma circular con la referencia explícita al proceso de beatificación promovido por el obispo, y al "ahora" o presente actual de la narradora: "Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja casa materna, a mis más que cincuenta años, cuando empiezan a blanquear con mi cabeza mis recuerdos...".
Junto a la narración, desempeña un papel capital el diálogo, que en esta novela, no se limita a transcribir una conversación, sino que es también un vehículo de ideas y un medio de exteriorizar los conflictos y dramas íntimos. A veces se recurre al diálogo dentro del diálogo, como cuando Lázaro, hablando con su hermana, le reproduce una conversación con Don Manuel.
La narradora utiliza diversas perspectivas. Desde el primer momento adopta un tono confesional, con clara función testimonial; Ángela refiere no sólo lo visto y lo oído, sino también lo sentido. Siendo ella la única fuente de información, se interpone entre los hechos y el lector. No se trata de un narrador omnisciente, sino de un testigo parcial, y al lector le incumbe la tarea de separar el puro relato "objetivo" de su dramatización. Además de testigo, la narradora es partícipe en la acción, de ahí que dudemos de la veracidad de los hechos narrados.
El tiempo y el espacio aparecen indiferenciados y los límites entre la realidad y la ficción quedan confundidos. Esta diversidad de perspectivas, esta buscada confusión de realidad y ficción, de sueño y vigilia, engarza por un lado con la mejor tradición de la literatura del siglo de oro, y por otra parte anuncia algunos de los rasgos configuradores de la novela moderna.

Estilo y lenguaje
La prosa de la narradora es sencilla, sin pretensiones, próxima incluso al lenguaje rural o arcaico, con lo que Unamuno se asegura de que todo el que se acerque al libro entienda el mensaje o al menos la historia que tiene mucho de evangelio, de testimonio.
Ambientación

Si exceptuamos Paz en la guerra (1897) ambientada en Bilbao, San Manuel Bueno, mártir es la única novela de Miguel de Unamuno ambientada en un lugar, en un paisaje concreto, como nos dice en el prólogo “el lago de San Martín de Castañeda, en Sanabria, al pie de las ruinas de un convento de Bernardos y donde vive una leyenda de una ciudad, Valverde de Lucerna, que yace en el fondo de las aguas del lago”.
Lo que en realidad hace el escritor es apoyarse en esos símbolos: lago, montaña y pueblo para desarrollar toda una trama dentro de la historia que leemos en sus páginas. Se sirve del lago para situarnos en la intrahistoria del pueblo, los antepasados, la tradición y el pasado. Todo lo que el tiempo se ha ido llevando y que es preciso recordar para mantener  viva la esencia colectiva.
Para el pueblo, el lago azul refleja el cielo de la vida eterna prometida de la que ya gozan los muertos y los antepasados. Lázaro, en un momento de la historia llega a decirle a su hermana Angela: “creo que en el fondo del alma de nuestro don Manuel hay también sumergida, ahogada, una villa y que alguna vez se oyen sus campanadas”.
Junto al lago y reflejados en él aparecen otros símbolos: la montaña que representa la firme fe del pueblo, inamovible y duradera, se eleva hacia el cielo y se mira, como en un espejo, en el lago. Lleva ahí desde hace miles de años y todo el mundo espera que continúe en su sitio, sin cambios, sin fisuras.
La nieve es la fe que es como un milagro, o mejor, como un misterio que no se sabe de dónde procede, cae, como la gracia, inesperada y sin hacer distinciones entre ricos o pobres, jóvenes o viejos, listos o bobos.

4º A: PROYECTO INTEGRADO

Lee la siguiente noticia del periódico El país:

http://www.elpais.com/articulo/cultura/cine/V/sala/espera/elpepicul/20101128elpepicul_1/Tes

ACTIVIDADES:

-Resume brevemente la noticia y expón tu opinión sobre el cine en versión original.

domingo, 21 de noviembre de 2010

GUÍA DE LECTURA DE San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno

SEMBLANZA BIOGRÁFICA

Miguel de Unamuno y Jugo nació en Bilbao en 1864, hijo de un comerciante indiano. Después de cursar el bachillerato en su ciudad natal, se trasladó a Madrid en 1880 para estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras, donde obtuvo el doctorado con una tesis sobre el pueblo vasco. De regreso a Bilbao, se dedica a dar clases particulares, hasta que, en 1891, obtiene la cátedra de Griego en Salamanca, ciudad en la que vivirá el resto de su vida, salvo los períodos de exilio y deportación que tuvo que sufrir por sus ideas políticas. Ese mismo año contrae matrimonio con Concepción Lizárraga. En un principio, Unamuno se muestra partidario de las ideas positivistas, pero después se inclina hacia el socialismo, y se afilia al Partido Socialista el año 1894. Hacia1897 experimenta una honda crisis personal que agudiza sus preocupaciones de carácter religioso, como queda reflejado en su Diario íntimo. El año 1900 es nombrado Rector de la Universidad de Salamanca, cargo del que es desposeído en 1914, por declararse partidario de los aliados. Seis años más tarde, Unamuno es procesado por escribir un artículo injurioso contra el rey Alfonso XIII. Deportado a la isla de Fuerteventura en 1924, posteriormente se exilia en Hendaya y luego en París.

En 1931 regresa a Salamanca y vuelve a ser nombrado Rector de la Universidad, pero nuevamente es desposeído del mismo, esta vez por el Gobierno de la República, por haberse adherido al levantamiento del General Franco. Muy poco después tendría un grave enfrentamiento con el General Millán Astray. Ese mismo año muere en Salamanca, el día 31 de diciembre.
Unamuno fue un hombre de una personalidad original y desbordante, muy polémica y, a veces, contradictoria, tanto en su pensamiento como en su actividad política. No es un pensador sistemático: sus ideas están esparcidas en ensayos, poemas, novelas y dramas. Entre los ensayos merecen destacarse los siguientes: Vida de Don Quijote y Sancho (1905). Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1913). La agonía del Cristianismo (1926-1931). Además, escribió novelas interesantes, como Niebla (1914), Abel Sánchez (1917) o San Manuel Bueno, mártir (1933), y poemas de gran calidad y hondo sentimiento, como El Cristo de Velázquez (1920).

       SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR. LA NOVELA


       Temática y argumento

Un cura, una muchacha, un hombre y un pobre bobo. Un lago, una montaña, la nieve y un pueblo. La fe y la razón. La vida y la muerte. Estos son los elementos y los protagonistas, los pilares sobre los que Miguel de Unamuno edifica una novela que es mucho más de lo que puede parecer a primera vista. Tras cada personaje se esconde una parte del propio escritor y cada uno de ellos es también buena muestra de un sector de la sociedad en la que vivió Unamuno, heredera de un siglo, el XIX, agonizante y perdido irremisiblemente en el huracán de los nuevos tiempos.

San Manuel Bueno, mártir es una historia, pero también es una confesión por escrito, el testimonio de que el hombre no puede por sí mismo responder a todas las preguntas que su inteligencia le plantea. De las preguntas surgen las dudas; de las dudas, la búsqueda,

lunes, 15 de noviembre de 2010

El Quijote interactivo

Este es el enlace para acceder a la página donde podemos leer El Quijote:

http://quijote.bne.es/libro.html

jueves, 4 de noviembre de 2010

Burocracia

Actividad: Resume el contenido de este texto y compáralo con el artículo de Larra "Vuelva usted mañana"

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Vuelva usted mañana



(El artículo de Mariano José de Larra "Vuelva usted mañana" fue publicado en El Pobrecito Hablador el 11 de enero de 1833):



"Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.


Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de éstos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.


Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haber las profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.
Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en Paris de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industriel o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.

 
Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fue preciso explicarme más claro.

-Mirad- le dije-, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.

-Ciertamente- me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.

Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.

-Permitidme, monsieur Sans-délai- le dije entre socarrón y formal-, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.
-¿Cómo?
-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
-¿Os burláis?
-No por cierto.
-¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!
-Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
-Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
-Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
-Todos os comunicarán su inercia.

Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.


Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.


-Vuelva usted mañana- nos respondió la criada-, porque el señor no se ha levantado todavía.
-Vuelva usted mañana- nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba de salir.
-Vuelva usted mañana- nos respondió el otro-, porque el amo está durmiendo la siesta.
-Vuelva usted mañana- nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy ha ido a los toros.
-¿Qué día, a qué hora se ve a un español?


Vímosle por fin, y "Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio".

A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.

Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.

Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.


No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.

Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!

-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai?- le dije al llegar a estas pruebas.
-Me parece que son hombres singulares...
-Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.

Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.


A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.
-Vuelva usted mañana- nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha venido hoy.
-Grande causa le habrá detenido- dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.

Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero: -Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.
-Grandes negocios habrán cargado sobre él- dije yo.

Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué oca
sión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar.
-Es imposible verle hoy- le dije a mi compañero- su señoría está en efecto ocupadísimo.

Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.


Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasóse al ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos, caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.

-De aquí se remitió con fecha de tantos- decían en uno.
-Aquí no ha llegado nada- decían en otro.
-¡Voto va!- dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa población?
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!
-Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas vayan por sus trámites regulares.

Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.
Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decia:
«A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado».
-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste es nuestro negocio.

Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos. -¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este dichoso mañana llega en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¡Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.

-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta; es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
-Ese hombre se va a perder- me decía un personaje muy grave y muy patriótico.
-Esa no es una razón- le repuse-: si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.
-¿Cómo ha de salir con su intención?
-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?
-Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere.
-¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
-Si, pero lo han hecho.
-Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Con que, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.
-Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.
-Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.
-En fin, señor Fígaro, es un extranjero.
-Y por qué no lo hacen los naturales del país?
-Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.

-Señor mío- exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas.

Un extranjero- seguí- que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted- concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas!

Concluida esta filipica, fuíme en busca de mi Sans-délai.
-Me marcho, señor Figaro- me dijo-. En este país no hay tiempo para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.
-¡Ay! mi amigo- le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.
-¿Es posible?
-¿Nunca me habéis de creer? Acordáos de los quince días...
Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.
-Vuelva usted mañana- nos decían en todas partes-, porque hoy no se ve.
-Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.
Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentóse con decir:
-Soy extranjero

Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver,] las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.


¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa: abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones.- ¡Eh! mañana le escribiré. Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!"



Actividades:
1. Resume en dos líneas el tema del artículo y cuélgalo como comentario.
2. Busca en el diccionario y escribe en tu cuaderno la definición de las dos palabras subrayadas.
3. En los artículos de Larra (1809-1837) encontramos un completo análisis crítico de la sociedad española de su tiempo. Busca información en tu libro de texto para clasificar el artículo "Vuelva usted mañana".

El corazón delator de Edgar Allan Poe


¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían
charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!